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Campo político y campo mediático

Salta bien fácilmente a la vista la gran correspondencia (homología estructural) que se establece entre el campo político y el mediático, que lleva a la reproducción de una serie de divisiones (principios de visión y división) en estos dos campos. La más clara de todas es el eje izquierda-derecha, que lleva incluso a los mismos periodistas a calcar las etiquetas que usan para designarlo: la izquierda-derecha tiene su reflejo en el campo mediático como «izquierda-derecha mediática». Pero más allá de esta constatación, habría que contestar tres preguntas: 1) ¿Quiénes son estas izquierdas-derechas? 2) ¿Qué efectos tiene sobre el campo mediático esta homología entre los dos campos? 3) ¿Y sobre el campo político?

En cuanto a la primera cuestión, los portavoces del eje izquierda-derecha son los grupos que tienen voz, que se contraponen a los que no la tienen. Es decir, los que tienen la posibilidad de hablar y, por tanto, que tienen cierto acceso a los medios de producción de la voz o la palabra, que actualmente pasa por los conglomerados mediáticos (prensa, televisión, radio y, cada vez más, internet) que producen opiniones. En definitiva, se trata básicamente de partidos políticos como el PSOE y el PP que tienen una historia plenamente constatable de relaciones con varios grupos de comunicación que les otorgan un dominio casi monopolístico de las opiniones publicadas.

Esto acaba teniendo determinados efectos. En primer lugar, sobre el campo mediático. Que hablen siempre los mismos acaba generando un consenso sobre los temas que se tratan, impone unas problemáticas legítimas y una censura sobre las que estos grupos consideran que no convienen ni son legítimas, en las que suelen estar de acuerdo y que, por tanto, no entran en el diálogo. La dinámica de la réplica y la contrarréplica más que un diálogo acaba siendo un diálogo de sordos, una cortina de humo que tapa los consensos básicos, que nunca son discutidos por los grupos hegemónicos (como se verá en el próximo ejemplo). Una forma de negar el verdadero diálogo y de imponer una violencia simbólica, una coerción de la palabra por la palabra a partir de la cual se imponen unas medias verdades, unos eslóganes que, repetidos de mil formas diferentes, ya sea para afirmarlos o para negarlos, para defenderlos o criticarlos, acaban configurando lo que se dice y, por tanto, lo que se piensa. Se acaban convirtiendo en una opinión publicitada. Valga un ejemplo de actualidad: se habla insistentemente sobre lo que llaman la «sostenibilidad del sistema de pensiones», argumentando que la relación entre el número de cotizantes (trabajadores) y el de pensionistas cada vez es más reducida, de manera que cada vez hay menos trabajadores para sostener a un número cada vez mayor de pensionistas. Cada uno de los dos bandos se posiciona: el PP considera que hay que reformarlo, mientras que el PSOE lo defiende ante lo que considera «la contrarreforma del PP». El debate está abierto y las argumentaciones enfrentadas son interminables. Aparentemente el tema está sometido a un diálogo libre. Pero hay más censura que diálogo real, pues el aparente debate se basa en ciertos consensos. Nadie dice nada sobre quién «sostiene» el sistema. Sólo se habla de su «sostenibilidad» para decir que unos lo consideran viable y los otros no, pero la pregunta que se formula no es cuestionada. ¿Se trata realmente de la pregunta que habría que formular? Quizás si se fuera más allá, y se reformulara, en términos del tipo «quien sostiene el sistema de pensiones», se acabaría respondiendo a la pregunta que se pretende responder. Si se respondiera esta nueva pregunta, tal vez se acabaría viendo que si las pensiones se pagan con las rentas del trabajo (como sucede en España) (es decir, las pagan los trabajadores), en un contexto en el que cada vez hay menos trabajo como el actual y en el que los salarios han ido disminuyendo, es evidente que previsiblemente las pensiones disminuirán. Pero tal vez la solución a este problema no sería aumentar la contribución del capital al sistema de pensiones, haciendo que tributara más, es decir, con políticas redistributivas? De eso «no se habla», pero, ¿quizás no sería necesario hablar de ello?

Pero eso no es todo. Esta falta de pluralidad de las opiniones tiene también efectos sobre el campo político. En la medida en que hay un grupo o grupos capaz de imponer de forma monopolística unos problemas políticos y también unas soluciones, y que la circulación de estas propuestas ideológicas se produce de forma circular (propuesta-réplica-contrarréplica) sin que nadie sea capaz ni quiera romper este circuito, no sólo se otorga notoriedad a unas ideas y unas visiones del mundo por encima de otras, sino que sobre todo se deposita una notoriedad y un poder en unos grupos por encima de otros. En definitiva, se da visibilidad a unos y se relega a otros a que casi no se permite ni existir socialmente, porque son considerados «grupos marginales».

La única forma de romper esta hegemonía política y mediática consistiría en propiciar mecanismos (leyes, para empezar) que, a través de una mayor pluralidad de las opciones ideológicas expresadas en todos los medios de comunicación tanto públicos como, especialmente, privados, diluyera y rompiera la hegemonía de unas voces incuestionadas e intocables respecto a las relegadas, que tendrían unas mayores posibilidades de hacerse oír (y, por tanto, de existir socialmente y legítimamente) y de cuestionar a las que hasta ahora tienen todos los medios y todas las oportunidades de presentarse como las únicas posibles porque «tienen la sartén por el mango».